Estamos felices de lanzar este proyecto en colaboración con el Profesor Stefano Tedeschi y el Dipartimento di Studi Europei Americani e Interculturali de La Sapienza, en el que os presentaremos nueve cuentos de autores guatemaltecos contemporáneos, en versión española e italiana, traducidos por los estudiantes de maestría en Scienze linguistiche, letterarie e della traduzione. Será una oportunidad para conocer una narrativa viva y rica que se manifiesta en las más variadas formas del cuento.

Javier Payeras nace en Ciudad de Guatemala en 1974. Pertenece a la “Generación de Posguerra”, un grupo de jóvenes escritores que empieza a publicar en los años Noventa y se aleja de las temáticas tratadas hasta entonces. Estudia filosofía, pero sus vocaciones primarias son la pintura y la escritura, de hecho, en 1998 empieza su recorrido en el mundo literario. Sus obras abarcan varios géneros: desde la novela hasta la poesía, incluso el ensayo y, entre todas, destacan: Imágenes para un View-Master (2013), una antología de relatos a la que pertenecen los siguientes fragmentos, las colecciones de poemas Soledadbrother (2003) y Slogan para una bala expansiva (2015), y algunas novelas breves, como Ruido de Fondo (2003) y Afuera (2006). Su producción literaria refleja la sociedad en la que vive, mostrando la verdadera esencia de Guatemala a través de virtudes y defectos, gracias a un estilo y lenguaje minimalista, claro y directo, a veces sarcástico, pero sin artificios. Es una  figura muy relevante de la literatura contemporánea centroamericana, por ello, algunos de sus trabajos se han incluido en varias antologías en Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. Actualmente es coordinador del Centro Cultural de España en Guatemala y escribe para varias revistas literarias.

Se reproducen aquí los siguientes fragmentos con el amable permiso del autor.

 

 

Tus palabras a la cámara, por favor

de Javier Payeras

 

Historia de la locura

De pronto no encontramos las llaves. Es hora de irse al trabajo y de pasar dejando a los niños al colegio. Llevamos veinte minutos dándole vueltas a todo en la casa y nada, no aparecen.

Algo extraño está pasando, no puede ser; anoche coloqué el candado con la cadena, luego cerré bien las cuatro chapas de la puerta de entrada, verifiqué la alarma, revisé meticulosamente todas las ventanas y me aseguré de que todo estuviera herméticamente cerrado. Como estuvimos viendo en las noticias el caso de las bandas de robacarros y de secuestros exprés que asedian cerca de la garita de la colonia donde vivimos, me distraje tanto que ya no recuerdo si puse el llavero en la mesita de noche o lo dejé en la mesa del comedor.

Son las siete cincuenta y cinco y aún estamos en la casa. Mi esposa está sentada en el sofá junto a los niños, que están algo emocionados porque van a faltar a clases. Ella me mira ir y venir con mi caja de herramientas. Saco desarmadores, saco sierras, saco un martillo... golpeo fuertemente la chapa y la cochina alarma comienza a sonar. El ruido es tan desesperante que los niños gritan y mi mujer se me queda viendo con odio. Recorro toda la casa para encontrar la bocina del detector y darle otro golpe, pero no lo encuentro, el chillido nos está volviendo locos. Bajo la palanca de la electricidad, sin embargo el chunche sigue sonando. Hace muchísimo calor. Siento que pierdo el juicio y no me queda otra que esperar a la empresa de seguridad para que venga a sacarnos de la casa; no sé cuántas horas llevará, solo espero que logremos sobrevivir a este encierro.

 

La ciudad de tu sueño

...apagás el televisor a las dos cuarenta y cinco de la madrugada. En menos de tres horas habrá que levantarse. Ya es miércoles, tan rápido, pero la noche no está completa. Tu hija respira sin llorar, su cuerpo es un bultito junto a ti; te estuvo esperando hasta tarde —te dijo tu mamá—, pero se quedó dormida. Su rostro muestra calma; sabe que volviste, que estás con ella. Durante media hora mantenés los ojos abiertos, fijos en la luz del despertador; cerrás los párpados y te obligás a dormir. Sentís tanto cansancio. Tanto trabajo, tanto reclamo, tanta vaina. Casi llega el sueño al convencerte de que las cosas son así, que no tienen otra salida: es posible que los despidan a todos el próximo lunes; es posible que el papá de la niña se digne a darte algo de plata; es posible que tu mamá ya no quiera ayudarte; es posible que te asalten o te violen en ese tramo oscuro donde te deja la camioneta cada noche. En segundos se develan imágenes; el sueño se anticipa, estás en otro lugar, un lugar que no conocés, uno de esos sitios donde quisiste vivir. Ves una calle ancha y llena de edificios; la gente va y viene, todos muy serios y elegantes. Llegás a un parque y te quedás sentada. Muchos árboles; ves un laguito. De inmediato se te cruza un pensamiento relacionado con el pago del colegio de la chiquita... de nuevo habrá que pedir un préstamo, ¿con qué pagarlo? ¿Serías capaz de acostarte con alguien por dinero? La ciudad de tu sueño se borra; volvés a la luz del reloj, son las 3:30. Tu cabeza no descansa, ya no querés pensar, pensar es una mierda, lo único que necesitás es dormir, dejar atrás todo eso, lograr que se borre la última imagen que viste en el noticiero, lograr que se te olvide que podés quedarte sin trabajo, que nadie va a resistir por ti, que todo alrededor se ha vuelto demasiado difícil.

 

El hombre invisible

Hola, yo soy el Hombre Invisible. Una rama de árbol, una tapita abandonada en el asfalto, una hoja flotando en un charco: soy parte del paisaje por el que usted pasa todos los días, pero que nunca se detiene a ver.

Por lo regular me hago visible cuando usted necesita preguntarme la hora, pedirme ayuda o indicaciones para llegar a algún lugar. Luego de eso me borro de sus ojos y de su memoria, ¿cómo se lo explico...?

Toda mi vida he tenido trabajos invisibles. Algunas veces tengo que ponerme un uniforme, pararme en la puerta de un banco o de un comercio portando un arma y mi trabajo es intimidar. Otras veces mi trabajo es conducir un autobús atestado de gente mientras soy maldecido por un montón de automovilistas que piensan que soy menos que un simio en el volante. A veces laboro pegando botones o haciendo costuras dentro de una enorme maquila. Soy el que pone los sellos en las garitas de los parqueos. También el que sirve los almuerzos a los empleados de oficina. En fin, así me gano la vida.

Usted me ve y piensa que yo solo puedo ser lo que en ese momento hago para sobrevivir. Usted no espera nada de mí, lo sé. Nunca llegaré a ser un político importante, un empresario exitoso ni un artista que haga un libro, una pieza musical o un cuadro que cambien la vida de las personas. Ya sabe, esas cosas que solo pueden hacerse cuando se tiene una educación costosa y se viene de una familia con influencias y altos ingresos. Mi única posibilidad es hacer grandes esfuerzos y demostrarle un talento casi, casi sobrehumano para alcanzar algún día un poco de su atención.

 

¿Usted se acuerda de Rambo?

¿Quiere que le pase la uno en la barba? 

...Pues, como le contaba, en la época que sí estuvo jodida la cosa para el negocio fue en la de los jipis. Todos los patojos andaban peludos y con las patillas largas; ni se arreglaban ni se bañaban, querían parecerse a los bitles. Aquí los miraba pasar con la guitarra; muchos eran hijos de antiguos clientes míos. Los papás los traían a la fuerza para cortarles las mechas, pero cuando era así, yo les decía que no; yo no le corto el pelo a la fuerza a nadie. Fue en el tiempo de Peralta ¿o en el de Arana?, que un diputado decidió que ya no quería ver peludos en la calle y decidieron sacar a un matón al que le decían Galápago. Sí, Galápago le decían. Él tenía la consigna de que si miraba a alguno con planta de vago, tenía que pijasearlo y subirlo a un bus para tirarlo en algún pueblo. Este Galápago era cosa seria; se la pasaba rondando las calles, vigilando a todos los que parecían drogadictos, que andaban con guitarra o con las mechas largas. A las patojas, incluso, las amenazaba que si no bajaban el ruedo a sus minifaldas iban a meterlas al bote. Viera qué tiempos esos. Aunque, para serle honesto, no había la violencia que usted ve ahora. Uno salía tarde de la noche y mire... todo tranquilo. Hace unos días los mareros de este instituto salieron a malmatarse con otros de allá abajo; plomazos y todo. Bueno, como le contaba de estos patojos, luego de verlos con la guitarra y con los libros, dejé de verlos. Tiempo después me enteré de que se volvieron guerrilleros. Uno de ellos apareció muerto en una cuneta allá por la zona 18, otros se fueron del país; a una patoja bien chula, hija de un mi cliente, la hicieron desgracia unos judiciales en un cuartel de la Policía. Afuera se estacionaban los carros que vigilaban a los patojos del instituto; allí los controlaban y cuando salían los jalaban, los pateaban y los subían en las cherokis. En el tiempo de Arana, usted ya no miraba ni peludos ni patojos con mala planta por acá, no digamos en el tiempo de Lucas. Todos peloncitos y sin mates; el negocio entonces comenzó a prosperar de nuevo. Como en los ochenta empezaron a ponerse de moda los cortes más varoniles, así, pegaditos de los lados y algo largos de atrás, iguales a los que usaba aquel Estalón, ¿se acuerda de él?, el Rambo, ¿se acuerda de Rambo?

 

Todos los muertos

En dos horas hablamos de todo. Me contaste que tenías resaca, que habías tomado mucha cerveza la noche anterior, y yo remedé aquella cita que le refieren a Miguel Ángel Asturias: “En Guatemala solo borracho se puede vivir”. Me comentaste que te cuesta mucho levantarte cada mañana, que no tenés un trabajo estable, que vas dejando currículums de un lado a otro y que preferís andar kilómetros a pie, antes que subirte en una camioneta para que te maten. Luego pasamos a la desagradable necesidad de opinar acerca de las elecciones, aquí, en este país donde los partidos y sus representantes tienen una moral similar a la de un violador de niños. Nuestras conversaciones, que antes eran agradables, ahora parecen sombrías. Salió el tema del artista de Caja Lúdica que asesinaron la semana pasada, guardamos un silencio incómodo, apreciábamos al chico y maldijimos a sus asesinos, los asesinos de nuestro ánimo y de nuestras esperanzas. Me comentaste que estabas preocupado porque tu novia estaba embarazada y que te sentías cruel e irresponsable por traer un niño a vivir en medio de esta situación tan podrida, de horizontes tan lejanos, en este país donde oponerse al fascismo es ganarse una bala nueve milímetros en medio de la cabeza.

En dos horas conversamos acerca de todos nuestros muertos y de lo difícil que ha sido enterrarlos. Ya no queda tiempo para el duelo o el espanto, ya nada nos sorprende. Nuestras pláticas de viejos amigos ahora se reducen a eso, a mascar la amargura y el desaliento de todos. De pronto se oscurece la tarde en las calles del Centro, vos agarrás por tu camino y yo me vuelvo a mi casa, en silencio, disimulando que no me siento triste.

 

© Javier Payeras, 2013. Todos los derechos reservados.

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