de Alice Piccone
traducción al español de Carolina Cattel

 

 

Reproducimos a continuación el prefacio escrito por Alice Piccone a la novela breve Débora (1927) de Pablo Palacio, publicada en traducción italiana en junio de este año por Gli eccentrici de Edizioni Arcoiris.

 

 

Con la publicación de Débora en Quito en 1927, el joven Pablo Palacio con 21 años confirma su precoz talento literario. De hecho, ya se dio a conocer con los cuentos de la colección titulada Un hombre muerto a puntapiés, atrevido exordio del mismo año. Algunos años después, en 1932, publicó la delirante novela breve Vida del ahorcado que cierra el ciclo de su exigua producción literaria.

Pablo Palacio nace en 1906 en Loja, “último rincón del mundo”, y en la flor de su juventud, llega a la capital de Ecuador, en aquel tiempo lugar de gran fermento cultural. Enseguida se dedica con pasión a sus intereses: además de escribir en las principales revistas del país, también es profesor universitario de filosofía y militante en el Partido Socialista.

Palacio es hijo de un periodo histórico de transición política y cultural, en que la dimensión urbana gana cada vez más importancia y muchas creencias del pasado empiezan a tambalearse. En el marco literario hispanoamericano de principios del siglo XX, el canon está representado por la novela social, en oposición a la cual está surgiendo una generación subterránea de escritores. Si dicha generación, por un lado, quiere liberarse de los modelos locales y reconstruir el arte desde sus cimientos, por otro, está profundamente influenciada por personalidades europeas como Kafka y Proust.

Tradicionalmente, Palacio se coloca en las filas de los vanguardistas, ya que comparte claramente sus rasgos generacionales; sin embargo, también representa un caso literario único, en el que el realismo adquiere una lucidez aplastante, hasta tocar las cuerdas del absurdo. En este entorno, su obra literaria provocadora e innovadora se presenta como “un bolo de lodo suburbano” que roda entre los prejuicios de la gente.

Como las otras obras de Palacio, Débora va más allá de cualquier paradigma narrativo. En concreto, escapa de la clasificación de “novela” porque desafía sus leyes, ampliando el horizonte del género. En primer lugar, es una obra metanarrativa que aborda el tema de la composición de la novela en un diálogo constante con el lector. Las vicisitudes tragicómicas del Teniente, protagonista de la narración, toman forma a través de un proceso de composición manifestado al lector, un proceso que poco a poco evoluciona ante sus propios ojos. En Débora, Palacio deconstruye la superestructura novelesca ya estratificada, e interviene ilustrando los métodos usados para desarrollar la narración; hace el público partícipe de las técnicas y de los expedientes que los escritores suelen adoptar para recrear una emoción o un entorno. Toda la narración está marcada por una profunda ironía, a través de la cual el autor se burla de cada convención, empezando por los topoi de la novela y el subgénero romántico; sin embargo, en numerosos pasajes, este análisis textual se interrumpe para dejar espacio a verdaderos ejercicios de escritura lírica que aluden a temas existenciales. Por tanto, la novela consigue provocar al mismo tiempo una sonrisa amarga y una intensa reflexión.

En la narración se alternan dos voces: la del narrador y la del Teniente. Por un lado, el narrador desprecia al Teniente y se burla de él, por otro, él representa una especie de alter ego suyo: el escritor Palacio, coincidiendo con el narrador, comparte su propia memoria con el Teniente, por otro este último es una invención suya. Inevitablemente, el Teniente se ve obligado a enfrentarse a los demonios del autor. Las dos figuras se funden en una y muestran el carácter intimista de la obra, pero también la universalidad que la domina. El Teniente es un vulgar “imitador social”, un inepto, insípido y vil: somos nosotros, con nuestra anhelante pero precaria existencia; existencia que podría dejarnos con las manos vacías y que no tiene nada que ver con la racionalidad, sino más bien con el azar. La vida del Teniente se presenta como una acumulación de episodios insignificantes; no en vano según Palacio la realidad consiste en la sucesión de trivialidades cotidianas y no en los grandes acontecimientos aislados, como algunos autores prefieren creer.

Palacio se interesa visceralmente por la búsqueda de la verdad, elemento que caracteriza su poética y su temperamento apasionado; no es casualidad que toda la narración se centra sobre este punto. El Teniente vive esperando un acontecimiento que pueda disolver positivamente el orden de las cosas, aspiración del hombre común, pero también razón de la novela concebida como género. La conquista amorosa a la que se dedica el Teniente en las páginas de la novela, representa un objeto de deseo insatisfecho que, como tal, implica obsesión, vaguedad de intenciones, inquietud. En realidad, oculta una intolerancia subyacente que no se limita a la esfera sentimental, sino que es condición necesaria del vivir.

En un escenario urbano que a menudo actúa como protagonista, vemos entonces al Teniente vagar de manera confusa y sin propósito. Los barrios de Quito, donde se desarrolla la narración, están representados con imágenes altamente evocadoras y metafísicas, como ecos atribuibles a las vanguardias pictóricas; el impacto del progreso es evidente en las revueltas ciudadanas, en la mención de elementos típicos de la modernidad, como el cinematógrafo, y en la desorientación que invade la clase media-baja, representada por el Teniente.

Débora, antitética al Teniente, es el objeto de su búsqueda espasmódica y se escapará todo el tiempo, honrándolo de su vaga presencia sólo en el amargo final. Es como un fantasma, cuya presencia en la historia es latente. Lo mismo ocurre en Vida del ahorcado entre el protagonista masculino y Ana, la evanescente figura femenina de la novela. Débora es la musa de la novela, “la magnolia del libro”, metáfora del ideal literario inalcanzable.

En Débora la experimentación típica de la vanguardia se observa en varios frentes: la escritura es fragmentaria y la mayoría de los episodios podría ser fácilmente extrapolada y tener vida propia; las dimensiones temporales se alternan, la alucinación se mezcla con el recuerdo y con el sueño, el discurso abstracto reviste considerable importancia; con relación al lenguaje, la terminología científica se incorpora al idioma actual y, en el plano tipográfico, el uso del espaciado, de la puntuación y de las variaciones en el tamaño de letra son emblemáticos, y son elementos que contribuyen a modelar la obra en su complejidad.

La figura de Pablo Palacio está envuelta en un aura novelesca creada a lo largo de los años y relacionada con determinados acontecimientos de su vida. Además de quedarse huérfano unos años después de su nacimiento, a los treinta años el autor se ve afectado por un trastorno mental probablemente causado por la sífilis, que degenera y no lo deja hasta su muerte, ocurrida en una clínica psiquiátrica de Guayaquil en 1947, cuando sólo tiene 41 años.

Se ha escrito mucho al respecto: de diversas hipótesis sobre la causa de este trastorno a ciertas anécdotas biográficas mencionadas en versiones variadas. Como resultado de esto, su obra ha sido interpretada de forma distorsionada o leída como una premonición de lo que iba a pasar. En fin, este interés morboso terminó para retratarlo como un escritor con una fascinación maldita, desviando la atención de su producción literaria en el sentido más estricto, ocultando la singularidad y el carácter profundamente innovador que la caracterizan: Palacio, de hecho, tuvo el valor y la capacidad de crear un universo narrativo de gran importancia para los años venideros.

Como Un hombre muerto a puntapiés y Vida del ahorcado, Débora se convierte en un escenario para experimentar varias posibilidades de escritura, subvertir los órdenes establecidos y desafiar los prejuicios. Con su ligereza, con su estilo de escritura “a punta de risa”, Pablo Palacio reveló grandes verdades y dio voz al sentir de su tiempo, época de tensión y cambios, de algún modo parecida a la nuestra.

En su tiempo provocó revuelo sin que se entendiera del todo. No se redescubrió hasta los años 60, gracias a la inversión de tendencia en ámbito cultural y a la reedición de su obra; pero sólo hoy empieza a recibir por fin la atención que se merece. Después de todo, este es el destino de los precursores.

 

 

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