Compartimos con vosotros el octavo relato del proyecto Cuentos guatemaltecos, en colaboración con el Profesor Stefano Tedeschi y el Dipartimento di Studi Europei Americani e Interculturali de la Univesidad La Sapienza, en el que os presentaremos nueve cuentos de autores guatemaltecos contemporáneos, en versión española e italiana, traducidos por los estudiantes de maestría en Scienze linguistiche, letterarie e della traduzione. Es una oportunidad para conocer una narrativa viva y rica que se manifiesta en las más variadas formas del cuento.

Valeria Cerezo nace en 1979 en Guatemala. Es apasionada de escritura desde niña y, además de ser escritora, es fotógrafa, guionista y ha sido también periodista cultural. Se licencia en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Rafael Landívar de Ciudad de Guatemala. Ha sido ganadora de varios certámenes importantes, como el Premio Centroamericano Mario Monteforte Toledo en 2015, con el cuento “La raíz”. Su libro de cuentos La muerte de Darling (2016) y su novela La flor oscura (2017) fueron finalistas del certamen BAM Letras en 2016 y en 2017. Ha asistido a diversos talleres de escritura creativa con el autor Arturo Monterroso. A través de un estilo personal, Valeria Cerezo narra el mundo que la rodea con fantasía y creatividad, creando historias originales y fascinantes. El siguiente relato forma parte de la antología Cosas más extrañas suceden en el mundo, publicada en 2019. Además, algunos de sus trabajos han sido incluidos en la colección de cuentos Cuerpos (2015). Actualmente está trabajando en otras novelas.

 

 

Franklin está salado

Valeria Cerezo

 

Al cajero bancario Franklin no lo calienta ni el sol. Desde hace varios meses, cuando lo despidieron, busca trabajo y sus escasos ahorros han mermado notablemente. La cosa no pinta bien porque debido a un pequeño error, cometido tres veces consecutivas, jamas podrá volver a trabajar en un banco. Se ha visto obligado a hacer algunos cambios, como ya no usar su auto, porque la gasolina está muy cara, y cambiar su dieta: huevos fri­tos por la mañana y sardinas para el almuerzo y la cena.

Hoy es el día de los anuncios clasificados. Franklin sacó al­gunas monedas que ha guardado en las varias latas vacías de sardinas que hay en su apartamento para ir a la cafetería y ho­jear la prensa. Este día se merece un pequeño incentivo. Sorbe un poco de café (sólo un poco para que no se le termine tan pronto) y se inclina sobre el diario, buscando alguna oferta de empleo que se adecúe a sus necesidades. «A ver, a ver», piensa, deslizando el dedo en la primera columna. «Licenciado en agroindustrias» (no tiene idea de qué hace un licenciado en agroindustrias). «Programador» (risa sardónica). «Prestigioso medio de comunicación busca periodista especializado en deportes», «Periodista especializado en la farándula», «Periodista especia­lizado en economía». Ahora sí estamos hablando. Lee detenida­mente: economía, deportes, farándula. Franklin había trabajado hacía mucho tiempo en la Gaceta Rebelde, un periódico universi­tario, pero no cree que andar de preguntón haya cambiado mucho. Dibuja un asterisco al lado del rectángulo que posiblemente encierre su futuro. Siempre quiso ser reportero y, como había trabajado en un banco, bien podría encargarse de la economía. Lee tamente los requisitos: sexo masculino (va bien), licenciado (va mal, pero con algo de experiencia, quién quita), con disponi­bilidad de horario (va bien), de 25 a 30 años (va mal, tiene 43). Es una mierda ser viejo en un país que rinde culto a Ja juventud. ¿Qué? ¿Pasados los treinta, uno ya caducó o qué? ¿Como las latas de sardinas? Hijos de puta. Raya sobre el rectángulo del anuncio, presiona fuerte la punta del bolígrafo contra el delicado papel ba­rato y le provoca un rasguño. «A ver, miremos el próximo».

«Creativo para agencia publicitaria». «Soy, sin lugar a du­das, una persona creativa», piensa Franklin. Da otro sorbo. Pero pensándolo bien, tampoco es su trabajo ideal; eso de manipular masas con mentiras bagres... Bueno, en realidad la gente se lo merece, son rebaños estúpidos, es su culpa si se dejan condu­cir hacia un sistema consumista, si se dejan engañar y terminan endeudados por vanidad, si se dejan meter basura en el estó­mago. Se lo merecen. Por borregos. Requisitos: estudiante de mercadeo y publicidad (se puede inscribir mañana mismo en la universidad estatal para cumplirlo), proactivo (¿qué mierdas es eso?), disposición de horario (va bien), vehículo propio (puede aceitar su viejo auto que no maneja desde hace más de un año. Va bien), edad entre los 22 y los 28 años (la gran puta). Tachón furioso, círculos de tinta iracunda, tres cruces...

«Lata de sardinas —piensa—. Estoy condenado a una lata de sardinas». Siente que entre dos muelas se le ha alojado un huesecillo de los benditos pescados. Hurga disimuladamente, pero no lo alcanza. Mira de nuevo el anuncio... 22 a 28 años. Ya caducó él, como una maldita lata de sardinas, de esas que se zampa directamente del recipiente con una cucharita de té para que duren más. Antes le sacaba los huesecillos a la carne oscura y de olor penetrante que tanto asco le da; la piel manchada y babosa que se desprende y se resbala hacia la salsa de tomate que huele a metal. Pero sólo le alcanzan sus escuálidos ahorros para comer sardinas, lo que comen los gatos clasemedieros cuando a sus dueñas no les alcanza para el atún, a eso se había reducido FrankJin: a gato claseniediero.

«Organización sin fines de lucro busca reiacionista públi­co»: edad, enere los 35 y los 45 años (dejo de esperanza), proactivo (tendrá que buscar en internet), con disponibilidad para viajar (esto pinta bien y viajar suena atractivo), 10 años de expe­riencia indispensable (más sardinas).

«Call center is looking for young, proactive leaders to join our team. Part time jobs available, attractive salary and growth opportunity. 80% English proficiency a must. Contact us now!». De ahí Franklin sólo entendió proactive (ni idea de qué significa ser «proactivo» y menos en inglés. ¿Cómo se es proac­tivo en inglés?) «Estoy salado», piensa. Siente el resabio de la sal en su boca, como si llevara meses viviendo en una marisma. Tal vez ha comido demasiadas sardinas. No hace mucho compró un lote completo en oferta (18 unidades), pero no se fijó que eran picantes. Franklin odia todo lo picante, pero se está acostumbran­do (las latas no se pueden devolver ni cambiar). «Estoy salado».

«Empresa de outsourcing busca persona cumplida y honrada, de preferencia cristiana, para conserje». «No podría ser conser­je», dice en voz baja. No se imagina barriendo ni trapeando en un infinito círculo de mugre; peor aún en el invierno, cuando toda la gente anda con las botas mojadas y deja lodo por todos lados. Horario nocturno, experiencia mínima de tres años en el ramo (sí, cómo no), cristiano (todavía tiene por ahí una biblia de su abuela), mayor de edad (risa sardónica, sardínica porque sólo para seguir comiendo sardinas le alcanzaría el sueldo míni­mo que ofrecen). Aunque pensándolo bien, conserje no estaría mal. Dibuja un círculo alrededor del anuncio. Ahora que vuelve a considerarlo, le gustaría ser conserje. ¿Por qué ser reportero o relacionista público? Conserjería suena bien: sin mayores res­ponsabilidades, aunque el trabajo sea abrumador.

«Damas de compañía». Buscamos mujeres jóvenes de as­pecto agradable (va pésimo), carismáticas (va de mal en peor), con disposición de horario (va bien), salario superior a la media (si tan sólo fuera mujer). Comunicarse con Byron al celular...

Franklin se rasca la barbilla y da otro sorbo al café. También podría ser dama de compañía. Así al menos podría comprarse una lata de atún, como gato de clase alta. ¿O comerán caviar los gatos de clase alta? ¿Por qué no nació gato de vieja rica? Recordó a su amigo Richard, que le daba jamón serrano a su perro para el almuerzo, pe­chugas de pollo, filetes. La idea le provocó una arcada de rabia. «Si sigo comiendo sardinas —pensó—, voy a terminar cubierto de escamas». A veces soñaba sardinas, miles de sardinas agonizando en el suelo de su aparcamento. Podía escuchar sus cuerpos babosos contorsionándose entre la hedionda humedad que despedían, en un incesante flap, flap, flop, flap debajo de su cama.

Contó las monedas que llevaba en el bolsillo; le alcanzaba exactamente para otra taza de café, aunque la verdad las agruras comenzaban a causarle estragos, dolores de cabeza, náuseas.

«Gerente de tienda por departamentos». Pensum cerrado en administración de empresas o carrera afín (en la mierda), vehículo propio de modelo reciente (en la mierda), de 23 a 35 años (en la mierda), presentable (en la mierda), proactivo (su madre), actitud de servicio (su madre), que le gusten las sardinas (su madre).

Franklin sintió un ligero mareo, ganas de vaciar las tripas, frío y calor al mismo tiempo, humedad en las axilas, sudor en la frente y ardor en los ojos. Sintió un escozor insoportable en la nuca y en la espalda. Comenzó a rascarse. La piel estaba tirante y resbalosa... Debajo de las uñas se le metía algo... escamas. Eran escamas. Comenzó a arrancárselas a puñaditos y las soltaba sobre la mesa. Eran unas escamitas plateadas, translúcidas. Algunos comensales comenzaron a mirarlo raro. Una mujer vomitó ante la vista y el olor de las escamas que le seguían brotando a Franklin en la nuca y en el pecho. La mesera, espantada, lo empujaba con una escoba para sacarlo del local mientras un japonés le tomaba fotos.

 

 

© Valeria Cerezo 2019, todos los derechos reservados.

 

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