de Carolina Cattel

 

Los viajes se viven tres veces: cuando los soñamos, cuando los vivimos y cuando los recordamos. Este fue el caso de Colombia; un destino con el que había soñado durante mucho tiempo, una emoción que aún revivo y una experiencia que siempre recordaré. Hacía tiempo que quería descubrir la tierra donde nació y creció mi abuela, en la ciudad de Bogotá, y ese momento llegó en 2018.

Así que el 9 de noviembre partimos hacia Colombia; el sentimiento de felicidad era tan fuerte para mí que hacía que incluso un vuelo de tantas horas fuera un placer. Una experiencia de dos semanas para descubrir una tierra vibrante y colorida, llena de lugares donde aventurarse, sabores para probar, música que escuchar... ¡pero sobre todo para bailar! Sin olvidar la belleza de los paisajes naturales y el espíritu de su gente, un pueblo alegre y cálido, siempre dispuesto a recibirte con una sonrisa.

La primera etapa de nuestro viaje fue Bogotá, donde transcurrimos unos días paseando por sus calles, principalmente para descubrir el barrio de La Candelaria, el corazón palpitante de la capital. Aquí, entre otras cosas, pudimos admirar la amplísima Plaza de Bolívar, donde se encuentra la catedral neoclásica; luego visitamos el Museo de Botero y las colecciones del Museo del Oro, y probamos la gastronomía típica, como el patacón, el imperdible plato de plátano, las arepas, pequeños panecillos de harina de maíz para rellenar con carne o queso, y las empanadas, pequeñas bolas de masa rellenas de verduras o carne.

La siguiente etapa fue el maravilloso Parque Nacional Tayrona, uno de los principales atractivos naturales de la costa caribeña colombiana, al que se puede acceder desde la ciudad de Santa Marta. El Tayrona es un espectáculo de la naturaleza, con sus playas rodeadas de cocoteros y una exuberante selva tropical. Con la mochila al hombro, nos fuimos de excursión; caminamos por mucho tiempo, completamente inmersos en la naturaleza, y llegamos a una playa donde era posible disfrutar del mar con tranquilidad y darse un baño en las aguas cristalinas del Caribe. Después pasamos un día en la ciudad costera de Santa Marta, y luego le tocó el turno a Cali; además de visitar la ciudad, fueron días de puro entretenimiento, descubriendo la música colombiana: Cali es la ciudad de la salsa colombiana, un ritmo arrollador. Es imposible quedarse sentado en las discotecas sin acercarse a la pista de baile y no notar la alegría de los colombianos mientras bailan, la felicidad que transmiten; ahí reside el encanto de Colombia.

La última etapa fue la importante ciudad portuaria de Cartagena, donde pasamos tres días, disfrutando también de un día de playa en la cercana isla de Barú, situada cerca del archipiélago coralino de las islas del Rosario. Cartagena es una hermosa ciudad colonial, en la que no se puede dejar de percibir sus vivos colores; al pasear por la Ciudad Amurallada, uno queda cautivado por los alegres edificios y los balcones adornados con flores, así como por la belleza de las iglesias, los palacios y las plazas, que están tan poblados de día como de noche. Es agradable perderse por las coloridas calles de Cartagena; los que hayan estado allí lo entenderán.

Llegar a un país tan lejano significó para mí conocer otro mundo, sumergirme en otra cultura, ligada de alguna manera a mis orígenes y, en lo que a mí respecta, valió la pena. Colombia no es solo un país para visitar, es un país para vivir. Al final de un viaje nunca vuelves igual que cuando te fuiste, y yo sabía incluso antes de partir que en un lugar tan lejano volvería a encontrar una parte de mí misma: y fue así.

 

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