de Matteo Torani

Quizás no haya hoy día otra palabra capaz de condensar todas las esperanzas, las ilusiones y los deseos de salir de esta emergencia sanitaria global, como la que os vamos a presentar a continuación. La elegimos como primera palabra de nuestra columna porque, como todo deseo, esperanza e ilusión es lo que siempre se cumple y nos llega al final de un largo camino llamado espera. Y lo hacemos a través de una historia, porque no hay nada mejor que una buena historia para colmar las esperas y cultivar las esperanzas. Quiero agradecer a Giuseppina Caroselli por habérmela contado y para compartir conmigo una vez más sus valiosas reflexiones. 

Cuando pensamos en la palabra vacuna se nos ocurre de inmediato una definición más o menos ajustada a la de un “preparado de antígenos que, aplicado a un organismo, provoca en él una respuesta de defensa mediante la producción de anticuerpos protectores que le confieren una resistencia específica a una enfermedad infecciosa determinada”, palabra más, palabra menos. En todo caso la asociamos con algo que nos inmuniza al contraer un virus, en definitiva con algo totalmente contrapuesto a la idea de enfermedad. Sin embargo, dicha acepción es la última, concretamente la sexta, que aparece en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), lo cual es debido muy probablemente al hecho de que es la más reciente. Entonces la pregunta es, ¿de qué nos hablan la cinco anteriores acepciones? Bueno, déjate de buscarlo en Google porque aquí es donde empieza nuestra curiosa historia.

Érase una vez… ¡qué va! Estamos en el último cuarto del siglo XVIII…

…un tal llamado Edward Jenner que ejercía de médico rural en el condado de Gloucester, al oeste de Inglaterra. Edward había nacido en Berkeley el 18 de mayo de 1749. Aquellos también eran tiempos de epidemias, concretamente de viruela, una enfermedad muy temida y tan difundida que solo en Londres morían alrededor de dos mil personas al año. Para paliar la extensión del contagio una de las técnicas más comunes consistía en inocular a las personas pequeñas dosis de la enfermedad con el fin de producir inmunidad en sus organismos. Este método era conocido en inglés como variolation (viruelación) y se conocía en Gran Bretaña desde 1700, aunque no era realmente muy efectivo. De hecho, las personas inoculadas igual enfermaban y muchas de ellas fallecían. Algunos conseguían sobrevivir, pero conservaban persistentes secuelas de la enfermedad. Al parecer, el pequeño Edward era uno de estos últimos. No sabemos con certidumbre si fue por esto que quiso convertirse en médico, pero en 1770 cursó la carrera de medicina en Londres y en 1772 volvió a Berkeley para desempeñar la profesión dentro de su comunidad.

Más allá del trabajo de médico, el doctor Edward era conocido por ser un infatigable observador: le llamaban la atención las plantas, así como las aves y otros animales, recolectaba fósiles y en el tiempo libre se dedicaba a tocar el violín y la flauta.

Su labor diaria consistía básicamente en visitar a familias de granjeros que a menudo contraían diferentes enfermedades por el hecho de estar en contacto con los animales. Su curiosidad por todo le llevó a darse cuenta de que las mujeres que trabajaban en las vaquerías destacaban por tener una piel lisa y con menos imperfecciones que el resto de los habitantes del pueblo, a menudo marcados con las cicatrices de la viruela. A raíz de esta observación supuso que el contacto de las ordeñadoras con las vacas hacía que contrajeran la viruela vacuna (cowpox en inglés, variolae vaccinae en latín), pero no la viruela humana (smallpox). En su hipótesis, las vacas sí transmitían la viruela vacuna a las personas, pero tenía un carácter leve, pues nadie fallecía a causa de ella. 

Fue así que Jenner decidió pasar de la hipótesis a la experimentación, valiéndose de la ayuda de una mujer que trabajaba en una vaquería, Sarah Nelmes, quien había contraído la viruela vacuna. Tras tomar muestras de pus de las úlceras de su brazo, Edward practicó una pequeña incisión en la piel de un niño de ocho años, James Phipps, y depositó el pus sobre la herida para que James contrajera la viruela vacuna. A las ocho semanas Jenner inoculó al niño una pequeña dosis de viruela humana. Sobra decir que el pequeño James Phipps no contrajo la enfermedad, pues había quedado inmunizado porque la vacuna con la viruela del ganado lo había protegido. Tras comprobar todo el proceso con otros niños, incluido su propio hijo, en 1798 Edward Jenner publicó un informe que tituló ‘An enquiry into the causes and effects of Variolae Vaccinae, known by the name of cow pox’ (Una investigación sobre las causas y efectos de Variolae Vaccinae, conocida por el nombre de la viruela de la vaca, n.d.r.) y en el que anotaba que al inocular dicho virus, el sujeto quedaba preservado de sucesivos contagios. Sin embargo, fue solo un siglo después, en 1881, cuando Louis Pasteur decidió acuñar el término vaccine (vacuna) en honor de Edward Jenner, el primero que había utilizado dicho vocablo al incluirlo en el título de su investigación. Gracias a este procedimiento el mismo Pasteur logró inmunizar del ántrax a ovejas y de la rabia a humanos. Y de ahí el término vacuna se generalizó también para otras enfermedades en las que usaba la misma técnica. En cuanto a la viruela humana, médicos y científicos siguieron perfeccionando la vacuna de Jenner, hasta que en 1980 la Organización Mundial de la Salud declaró definitivamente extinguida la enfermedad.

Más allá del interés filológico por la palabra vacuna, ¿de qué nos habla la historia de Edward Jenner? A mi parecer nos narra de cómo los seres humanos, aun en pleno Antropoceno, no deberíamos dejar nunca de mirar al resto de la naturaleza con asombro, de hacernos sorprender por sus azarosas enseñanzas, de ser sus eternos aprendices y cuidadores. Exactamente de la misma manera en cómo nos asombramos ante la lengua y los giros semánticos que dan ciertas palabras que, como es el caso de vacuna, pueden pasar de significar un tipo determinado de enfermedad a su contrario, esto es, un remedio, un antídoto.

Historia, naturaleza y lengua: los humanos le pertenecemos a la naturaleza de forma análoga a cómo la lengua nos pertenece a nosotros. Somos para la naturaleza lo que las palabras son para la comunicación: piezas significativas, cuya relación armónica y estructurada con todas las demás piezas determina el sentido de la oración y, lo que es más, hace que la misma oración tenga sentido. Asimismo, nuestra relación con los demás y con las demás piezas de nuestro ecosistema determina el sentido de la Historia. Y en estas horas de confinamiento somos como palabras sueltas, aisladas  cada una en su casita semántica. Ahora más que nunca quizás haga falta interrogarnos sobre el sentido de nuestra historia: ¿somos la enfermedad o somos el remedio? O si se prefiere, ¿en qué medida somos la enfermedad y en qué medida somos el remedio? Sin apurarnos por tener una respuesta pero, porque esta se nos desvelará cuando salgamos de esta, cuando nos volvamos a encontrar, cuando la Historia nos dé otra posibilidad.

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