de Matteo Torani
Y a pesar de todo la quería.
Miró la pantalla del móvil que decía “llamada terminada” con el tiempo de duración relativo.
38 minutos y 22 segundos. Otro tiempo perdido, pensó, malgastado en inanes asuntos entretejidos con los más afilados de los hilos, el miedo, la desconfianza. Otro tiempo arrancado por las fauces insaciables del pasado, sí el pasado, esa criatura que todo presente nos lo devora, miga tras miga, segundo por segundo. El pasado sí, que cuando lo alimentamos de esta forma acaba cortocircuitando consigo mismo. Un sustantivo, este pasado, que no llega a convertirse en lo que todo pasado en su primera instancia debería ser, el participio, ahora sí, pasado, de sí mismo, o del verbo que hace cambiar las cosas, que criba los recuerdos por el tamiz de la memoria. O que en todo caso los torna en algo acabado que ya no existe, que ya ha dejado de atormentar los que han decidido vivir ojos hacia adelante o, si se prefiere, que han dejado de ir por la vida avanzando marcha atrás.
Esperó a que el móvil le devolviera la pantalla principal para revisar la hora. Ocho y media de la noche, coño, y todavía no ha pasado. No, no ha pasado. El 87 que ya llevaba hora y media esperando en Piazza Venezia, se estaba haciendo el interesante más que la nueva estrella del sistema de transporte de la ciudad, el recién estrenado segundo tramo de la Linea C del metro que, dentro de quién sabe cuánto, terminaría de comunicar la periferia sur-oeste con el centro, la civitas a la urbe. Roma, desdichada ciudad eterna. Se tomó el tiempo para contemplar otra vez su belleza: con un lento movimiento de los ojos abarcó el atardecer hecho de bandadas de pinceles negros que detrás del Vittoriano surcaban matices de fuego sobre un despejado lienzo estival. Sin motivo aparente se acordó de que un día, satisfaciendo la curiosidad que le había despertado la similitud entre esas dos palabras, alguien le había enseñado que la ética y la estética representan las dos caras de una misma moneda. Y para que exista el civismo que toda civilización presume, para che dichas caras nunca se separen, hace falta que el poder que administra la moneda siempre lo haga teniendo a mente esta relación. De lo contrario, las dos caras terminarán siendo dos meros conceptos complementarios, y entonces puede que habrá belleza, pero en ningún caso será justa.
El 87 seguía sin manifestarse por detrás de la curva de Via del Pebliscito.
Y a pesar de todo él la quería, la quería tanto que por nada en el mundo renunciaría a lo que durante todo ese tiempo había esperado y esperado volver a encontrar.