Os presentamos el segundo cuento popular mexicano seleccionado por Camilla Impieri, reproducido con el amable permiso de Fabio Morábito. Aquí va el artículo sobre la colección “Cuentos populares mexicanos” y el primer de los cuatro cuentos, “Los dos coyotes”.

 

Juan sin miedo

Cuento oral en español, de Oaxaca

Transcrito por Fabio Morábito

 

Era un señor que tenía un hijo. Cuando creció, éste le preguntó a su papá: 

–Papá, ¿sabe usted de qué color es el miedo? 

–No sé, hijo. 

Cada tanto le preguntaba lo mismo con la esperanza de que su padre lo hubiera averiguado, y como su padre siempre le contestaba que no lo sabía, un día decidió irse de la casa para indagarlo por su cuenta. Encontró a un viejito en el camino. 

–Señor, ¿sabe usted de qué color es el miedo?

–Hijo, la verdad no lo sé, pero ve a lo más alto de ese cerro y cuando entre la noche y estés solo, vas a averiguar de qué color es el miedo. 

El viejito le indicó ese lugar porque era famoso por ser un sitio de muchos espantos. El muchacho llegó al lugar que le señaló el viejo, esperó que se hiciera de noche, se sentó sobre una piedra y se dijo: 

“Me voy a preparar mi atolito”, y sacó un jarrito de agua de su morral, juntó unos palos y encendió el fuego para calentar el agua. 

En eso estaba, cuando escuchó unos quejidos en la oscuridad. 

–Hombre, quien quiera que seas, si tienes frío, ven a calentarte –dijo Juan en voz alta. 

Nadie le contestó, pero los quejidos eran cada vez más fuertes.

–¡Te digo que, si tienes frío, acércate al fuego para calentarte! –repitió.

 

Y los quejidos seguían.

–¡Caray, tendré que pararme! –y se puso de pie, agarró su machete y empezó a cortar la maleza en dirección al lugar de donde venían aquellos lamentos. Pero éstos se alejaban conforme él entraba en la maleza, hasta que se cansó y dijo:

–Si no quieres que te alcance, pues allá tú, yo me regreso –y al darse la media vuelta, vio que la brecha que acababa de abrir se había cerrado a sus espaldas. 

“¡Ahora me toca cortar de nuevo!”, suspiró, y volvió a cortar la vegetación para abrirse paso, hasta que logró regresar al lugar donde había encendido el fuego. 

Se tomó su atolito, eructó de gusto, estiró las piernas y se disponía a echarse un sueño, cuando vio acercarse un ataúd en la tiniebla. 

“¿Y eso? Algún difunto han de traer”, se dijo.

 Por el resplandor de las llamas se dio cuenta de que los que cargaban el ataúd eran unos diablos. 

–Amigos, ¿qué llevan ahí?– Nadie le contestó. 

–Caray, en este cerro todo el mundo está sordo –. ¿Qué llevan ahí, si se puede saber? –dijo levantando la voz. 

El último diablo de la fila contestó: 

–Llevamos a enterrar a un muerto.

–Los acompaño, porque estoy aburrido –dijo.

–Pues si quieres –Agarró su jarrito de atole, su morral, y se puso a seguir a los diablos. 

–¿Les echo una mano con el ataúd? –preguntó. 

Uno de los diablos se salió de la fila para que él ocupara su sitio. Al rato fueron desapareciendo uno por uno, y cuando vio que sólo quedaba uno adelante, exclamó: 

–Carajo, ¡qué flojos!Apenas pueden, se van. 

El de adelante también desapareció, dejándolo a él con toda la carga. 

En eso, que se sale el mismo muerto del cajón, se baja de él y desaparece en la maleza.

–¡Ahora sí que me dejaron solo! –se quejó Juan, que al ver que hasta el muerto se había ido, soltó el cajón, molesto, y prosiguió su camino.

Llegó a un pueblo y preguntó por un lugar donde alojarse. 

Le dijeron que no había posadas, pero que podía pasar la noche en una casa que había en las afueras del pueblo. Su dueña la había abandonado hacía mucho tiempo. Lo que no le dijeron fue que la casa la cuidaba el mismo Diablo y que todos los que dormían allí, no amanecían vivos. Juan dio las gracias y se dirigió hacia la casa abandonada. Vio que tenía cuatro cuartos, entró en el primero y vio que había allí una hamaca y una cama. 

Era todo lo que necesitaba para pasar la noche, así que se puso a juntar palitos y encendió una lumbre para calentar su jarro de atole.

 En eso andaba, cuando escuchó una voz que venía del techo:

–Qué, ¿caigo o no caigo? 

–¿Quién me habla? –preguntó Juan.

–Te digo que si caigo o no caigo –repitió la voz. 

–Espérate tantito, déjame quitar mi jarro de atole… ahí está… ahora puedes caerte –dijo Juan. 

No acababa de decirlo y “¡zas!”, cayó una gran red de huesos de difunto. 

–¡Qué bien me viene esta leña! –exclamó Juan, y juntó los huesos junto con los palos para que creciera la lumbre y se calentara más pronto el atole.

Después de tomarse el atole se acostó en la hamaca. La hamaca empezó a moverse, primero despacio y luego más y más fuerte, hasta que lo tumbó al suelo. 

–¡Hamaquita, hamaquita, ahora te me vas a la lumbre! –fue todo lo que dijo Juan al levantarse, cortó la hamaca en cachitos y los arrojó al fuego para calentar el cuarto. Se acostó en la cama y ésta también empezó a moverse, riqui, riqui, riqui, riqui, hasta que “¡zas!”, lo tumbó de nuevo. 

–¡Ah que la tiznada! ¡En esta casa nada se está quieto! ¡También tú te me vas al fuego, camita! –dijo Juan al ponerse de pie. 

La hizo pedazos y arrojó los trozos de madera a la lumbre. 

El Diablo, enfadado al ver que Juan no se asustaba con nada, dijo:

–¡Ahora yo mero voy! –y que toca a la puerta: 

Tan, tan, tan. 

–¿Quién es? –preguntó Juan.

–Soy el dueño de la casa.

–Pues será muy el dueño, pero ahora estoy yo –contestó Juan –A mí me dijeron que aquí durmiera y aquí voy a dormir. 

–Abre la puerta, porque si no, te va a costar la vida. 

–Ahhh, ¿cómo que me va a costar la vida? –contestó con respingo Juan, que se sentía muy seguro, porque llevaba una cuerda bendita, siete veces bendecida.

–Pues te abro ahora mismo, aunque seas el mismísimo Diablo. Y que va entrando el mero Encornado. 

–Esta casa es mía –dijo el Diablo.

–Será tuya, pero ahorita es mía. ¿Qué te parece? 

–Me parece que vas a llorar.

–¿A llorar? Que yo me acuerde, nunca he llorado. 

–El que entra aquí no sale vivo. ¿Ves ese palo? En él confieso a los que son valientes – dijo señalando un palo puntiagudo en el que "sentaba” a los hombres hasta matarlos. 

–Pues ya veremos –dijo Juan, y que saca la cuerda bendita. 

El Diablo creyó que era una cuerda común y corriente y no le hizo caso. 

Juan la lanzó con su buena puntería y logró lazar los cuernos del Demonio, que intentó quitársela, pero no pudo.

 –¡Ven para acá! –dijo Juan, enredando la cuerda en el poste donde el Diablo mataba a la gente, y cuando lo tuvo amarrado, empezó a propinarle tal cantidad de cuerazos, que el otro nomás gritaba: –¡Ay, papacito! ¡Ay, papacito! 

–No soy tu padre. ¡Toma este otro! 

El Diablo se retorcía, pues le llegaban hasta el tuétano los trancazos con la cuerda bendita.

–¡Ya no me pegues, te voy a decir qué hay aquí, por eso vengo! –suplicó el Diablo.

–¿Qué hay aquí? Dime. 

–En este cuarto hay enterrado mucho oro, en el segundo cuarto pura plata, en el tercero cobre, y en el cuarto no sé qué cosa. Es todo tuyo, pero suéltame. 

–Espérate, no tan rápido. ¿A cuántos has matado con este palo? 

–No sé, cincuenta tal vez. 

–¿Ah sí? Pues te lo voy a cobrar barato, a cinco por uno –y chíngale y chíngale, que le tupe, pegándole una santa friega, que el cornudo hasta bramaba.

–Ahora sí vete, ¡pero no me vuelvas a molestar, porque para la otra, te mato! 

 Se fue corriendo el Diablo y se quedó Juan, que se moría de sueño, porque se había desvelado por culpa del Demonio. 

La gente del pueblo, que sabía que amanecía muerto quien se quedaba en esa casa, había ya preparado un ataúd. 

Con él, al día siguiente, fueron a tocar a la puerta y cuando les abrió Juan, no pudieron creerlo. 

–¡Ay, señor! –le dijeron – ¡milagro que está usted vivo, pues el que aquí se queda, amanece muerto!

–¿Y quién es la dueña de esta casa? –preguntó Juan. 

–Es Fulana de Tal –le contestó el cabecilla del pueblo.

–Dígale que venga, tengo algo que decirle. 

 

Cuando llegó la señora, le dijo: 

–Señora, traiga unos peones con palas y picos porque en los cuartos de esta casa hay oro, plata, cobre y no sé qué más. 

La señora mandó llamar a unos peones y vio que era cierto lo que le dijo Juan. Ya que sacaron el tesoro, le dijo: 

–Tenga, joven, esta parte del tesoro le corresponde.

–No, señora, yo no quiero dinero, a mí lo que me interesa es saber de qué color es el miedo. Por eso vine a este pueblo. 

–Bueno, si no quiere su parte del tesoro, tengo a cuatro hijas en edad de casorio. ¿Quiere usted casarse con una de ellas? 

–No, señora, porque si digo una, las otras tres se enojan.

–No nos enojamos –dijeron las muchachas 

–Usted diga quién es la más bonita y ésa será la elegida. 

–Miren, le voy a hacer el favor a una, pero les digo de una vez que no me quedo; yo me caso, pero no me quedo. 

Juan eligió a Hortensia, la menor de las cuatro. Se casaron al otro día, y entre los preparativos, que se prolongaron todo el día y toda la noche, Juan no pudo cerrar el ojo. 

Ya llevaba dos noches sin dormir.

 Por fin, después de la boda, exhausto, echó un petate en el suelo y se durmió.

–¿Cómo le haremos para que se quede? –dijeron las cuatro hermanas mientras dormía.

–¿Qué es lo que dice que anda buscando? 

–El miedo.

–¡Ya sé! –exclamó una–, ahora que está dormido vamos al arroyo, recogemos agua en un bote y se la echamos a la cara para asustarlo. 

Fueron al arroyo, llenaron un bote de agua y se fueron acercando sin despertarlo. En el bote habían quedado atrapados unos potes, que son unos pescaditos de un negro brillante cuyas escamas centellan fuera del agua. 

Cuando le echaron el balde a la cara, Juan despertó y vio los pescaditos saltar fuera del balde

–¡Ay, Dios mío! ¿Qué es esto? –gritó aterrado. 

¡Blanco, azul, amarillo, naranja! 

Eran los colores que producen los potes al retorcerse en el aire.

–¡Ya conocí el color del miedo! –exclamó: ¡Blanco, azul, amarillo, naranja! ¡Por fin lo conocí! 

Como lo había conocido, se quedó donde estaba y sigue feliz con Hortensia hasta la fecha.

Síguenos en las redes sociales

Etiquetas: , , ,

Leave a Reply