Balam Rodrigo, Libro centroamericano de los muertos (parte II)

Introducción de Carolina Mauriello

 

El segundo poema del escritor mexicano Balam Rodrigo seleccionado para esta columna (para leer la primera parte, pulsa aquí) se titula “Carlos” y forma parte de la sección de la colección dedicada a San Salvador. La característica que lo distingue ya se desprende del título: a diferencia de la mayoría de los poemas presentes en el Libro centroamericano de los muertos, que toman el título de las coordenadas geográficas en las que fueron encontrados los cuerpos de los migrantes protagonistas de la obra, este está específicamente dedicado a uno de los migrantes que hicieron una parada en la casa de la familia de Balam Rodrigo cuando era niño y que marcaron inevitablemente su vida.

Carlos era un ex militar salvadoreño que, debido a la guerra civil, sufría de estrés postraumático y buscaba una vida mejor.

 

Los poemas de Balam Rodrigo se reproducen aquí con el amable permiso del autor.

Traducción al español de la introducción de Ilaria Quattrociocchi.

 

 

CARLOS

Recorríamos el camino a La Finquita saltando el cadáver largo de las vías del tren.
Era el tiempo de secas, cuando los árboles de guanacastle
erguían la sombra corpulenta que aplastaba nuestros pasos
y las huellas del ganado en las veredas
hacia el potrero de Tomasón.

Había en el aire un encendido olor a agua podrida
y las hojas en la ribera del río Vadoancho
semejaban esqueletos de peces cámbricos
tendidos en la playa con su piel de clorofila
y escamas color sepia que se descarnaban en los meandros
junto a los fermentados higos de los grandes amates,
delicia vegetal para el mordisco del sol.

Exmilitar, salvadoreño, Carlos sembraba postes de madera
en las lindes de nuestro terreno;
tenía los ojos inyectados por hondas raíces rojas.

Recargado en un árbol de mandarina china,
fumaba un grueso tocón de mariguana
y parecía un marino vietnamita quemando la tea de sargazos
que brillaba en el erizo negro de su boca.

“No le digan a su padre, ustedes nunca fumen esto”.

Levantaba el peso de los troncos cubiertos de diesel
que hacían las veces de horcones y los hundía en las axilas del suelo;
luego las rellenábamos de tierra y piedras;
al terminar, clavábamos las grampas y el alambre de púas
en la cara externa de aquellos mástiles:
pentagrama de espinosos cables donde las notas vivas
y emplumadas de los pájaros se posarían por las tardes
para escribir, en su algarabía, música de guanacastles.

Carlos fue el primero en decirnos el nombre de aquella canción
que pulsaba con necedad en la consola:
Hotel California, dijo.

No sé por qué, pero no le creímos.

Cuando estaba en casa, casi no hablaba o muy poco.
Se quedaba en algún rincón del patio,
haciendo fantasmas de tabaco, pensando.

Antes de marcharse le dejó a mi padre unas gafas negras, como de luto.
Fueron las primeras que usé para vencer al sol de Soconusco.

Meses después, Carlos regresó a la casa, ya en tiempo de agua,
vestido de vaquero, con los ojos más pequeños, más rojos
y más llenos de raíces que antes.

Trabajaba de guarura con uno de los mafiosos del pueblo.

Entró a la casa callado, ausente, para tomar café;
olía a sudor, a velorio, a humo de mariguana.
“¿Cómo les va en el colegio, muchachos?”
Bien, Carlos, bien.

Hubiéramos querido que siguiera trabajando para mi padre,
pero el sargazo de la yerba y una mejor plata
lo llamaban con una voz más poderosa y profunda, incluso,
que sus tribulaciones o el hambre.

Sabíamos que rumiaba la tristeza de sus crímenes de guerra,
que fumaba verde para aletargar el odio y el dolor del corazón.

Nunca volvimos a verlo; no supimos si lo asesinaron
o lo mató el tren, como él quería, o si pudo, finalmente,
hospedarse en el Hotel California, bajo un cardumen
de águilas gringas volando en círculos sobre su cabeza.

Dicen algunos que lo mataron los narcos;
otros que sigue preso en la cárcel.

Ojalá Carlos haya montado en el tren de la tarde
y descendido a las puertas de su hotel
para luego enrollar en sábanas de papel cebolla
su largo hachón de mariguana,
y así, en hondas bocanadas de niebla,
fumar a nuestra salud hasta desatar los nudos del odio,
del hambre, y ese agudo alambre de púas
que le ahorcaba la fruta podrida del corazón.

 

 

 

©Balam Rodrigo, Todos los derechos reservados, 2018

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