Compartimos con vosotros el último relato del proyecto Cuentos guatemaltecos, en colaboración con el Profesor Stefano Tedeschi y el Dipartimento di Studi Europei Americani e Interculturali de la Univesidad La Sapienza, en el que os presentaremos nueve cuentos de autores guatemaltecos contemporáneos, en versión española e italiana, traducidos por los estudiantes de maestría en Scienze linguistiche, letterarie e della traduzione. Es una oportunidad para conocer una narrativa viva y rica que se manifiesta en las más variadas formas del cuento.

Vania Vargas nace en 1978 en Quetzaltenango. Además de ser escritora, es editora y periodista cultural. Se acerca a la literatura desde pequeña, gracias a su tío que poseía una biblioteca bien surtida y empieza a leer novelas policíacas y de fantasía. En 2002 se translada a Ciudad de Guatemala para estudiar Letras en la Universidad San Carlos de Guatemala, donde se licencia en 2009. Entre sus publicaciones narrativas destacan un libro para niños, Los habitantes del aire (2014), la antología de cuentos breves Después del fin (2016), a la que pertenece el siguiente texto, y Cuarenta noches (2018), un libro de microrrelatos basados en sueños. Su actividad de escritora se centra también en la poesía, de hecho publica varios poemarios, como Cuentos infantiles (2010), Quizás ese día tampoco sea hoy (2012), Señas particulares y cicatrices (2015) y Relatos verticales (2016). Con un estilo y un lenguaje muy profundo y preciso, Vania Vargas narra la cotidianidad guatemalteca, abordando con gran sensibilidad temas delicados. Algunos de sus trabajos han sido incluidos en varias antologías como Brevísimos Dinosaurios (2009), Microfé, Poesía guatemalteca contemporánea (2012) y Ni hermosa ni maldita: Narrativa guatemalteca actual (2012). Actualmente se ocupa de corrección de estilo y de periodismo cultural.

 

 

 

Exilio

Vania Vargas

 

 

Lo que pasa es que no reparamos en que el olvido es una de las manifestaciones de la muerte, la menos temida. Hay un limbo en él, como en el sueño. Es la vía del retorno, es la nada previa a todos los principios. Pensá en que la persona que olvida es la única que tenés en el mundo, la única a la que de verdad podrías importarle, y que de un día para otro desaparece, o bien, sigue allí, pero quien ya no existe para ella sos vos.

Yo lo imagino llegando a su casa esas primeras noches, asomándose con cuidado a su cuarto, tocando la puerta con timidez. Imagino el momento en que miraba su sonrisa, sonreía él también, sentía esperanza, hasta que se daba cuenta de que la cordialidad no se olvida, y entonces volvía a insistirse mentalmente en que no debía presionarla llamándola “madre”, que debía hablarle del pasado como quien cuenta una historia inventada antes de dormir, porque quizá la memoria tuviera la suerte de regresar algún día, si a estas alturas de su vida no llegaba primero la muerte.

Dicen que no le llevó mucho tiempo acostumbrarse a vivir con su olvido, incluso llegó a pensar con rabia que no le hacía falta su cotidianidad de mujer anciana y sola. No llegó a extrañar el susurro de sus rezos ni su bendición nocturna, hasta que volvieron las pesadillas, y las noches interrumpidas por el miedo se hicieron de nuevo rutina. Apagar la luz en mitad de la noche y abandonarse al sueño volvió a ser insoportable. La última vez que eso le había sucedido él era muy joven. La gente le aconsejó mil cosas. Nada lo ayudó, hasta que empezó a escucharla rezar todas las noches por sueños sin turbulencia. Sólo así todo volvió a la normalidad. Ahora que ella había olvidado, una vez más el insomnio y la intermitencia tormentosa del descanso empezaron a causarle problemas en el trabajo y en su relación con los demás. Renunció a todo. La gente pensaba que estaba enfermo. Nadie le pidió que reconsiderara su decisión. Fue así como un día empezó a trasladarse poco a poco hacia la noche.

El proceso fue similar al de mudarse a una ciudad lejana. Abandonó su rutina, huyó de un meridiano a otro para recomenzar. Pronto se acostumbró a llegar temprano a casa, cerrar las cortinas, taponarse los oídos y dormir en paz hasta que oscurecía.

Las primeras noches vagó sin rumbo. Pernoctó en bares y cafeterías. Luego fue moviéndose de trabajo en trabajo. Así hizo de la noche su nuevo continente, y de la luz del día una leve tranquilidad que se erguía del otro lado de la cortina cerrada cuando el sueño no se lo tragaba.

No, nunca lo conocí. Pero escuché su historia una noche en la que yo no podía dormir.

Llevaba horas apretando los párpados para mantenerlos cerrados, como el que jala una bocanada de aire y espera sumergirse de nuevo en la oscuridad. Sabía, sin embargo, que ese zumbido que había vuelto a ser perceptible cuando abrí los ojos era la ciudad que estaba afuera, sabía que bastaba con dejar que los ojos se abrieran sin esfuerzo para verme como naufragando a la orilla de la noche, ese lugar al que solamente podría llegar a rescatarme el sueño mismo, vos sabés de qué hablo.

Recuerdo que encendí la lámpara de mesa y todo se tornó todavía más oscuro. El reloj marcaba las tres de la mañana con sus números rojos, como si se tratara del déficit del sueño. Me levanté, fui al baño, evité verme en el espejo, y vacilé antes de acostarme de nuevo. Tomé la cajetilla de cigarros casi vacía que había dejado sobre la ropa, me puse el pantalón y decidí salir del cuarto del hotel. Atravesé la habitación en silencio, quité la cadena que reforzaba la puerta. La oscuridad estaba espesa en los pasillos. Me moví con inseguridad. Cuando alcancé la mitad del camino la luz del lugar me percibió y se encendió. Dudé entre bajar a la recepción o quedarme en el balcón. Cuando la luz sintió la quietud de mi indecisión se volvió a apagar. Así que enfilé escaleras abajo en busca de una computadora para pasar el insomnio.

La recepción estaba iluminada, pero no había nadie. Iba caminando con cautela por el lugar cuando apareció el empleado de turno. Tenía la corbata del uniforme desatada y un gorro de lana en la cabeza. Me preguntó si me podía ayudar en algo, le dije lo que buscaba, le conté que no podía dormir. Inmediatamente me hablo con orgullo de que él tenía sueño de pistolero, cualquier ruido mínimo lo despertaba, y que por eso lo habían contratado para ese turno en el que llevaba más de 30 años. Él fue el que me contó la historia, habían trabajado juntos durante algún tiempo. Cuando terminé de escucharlo había amanecido, como ahora, ves, ya no tengás miedo.

 

 

© Vania Vargas 2016, todos los derechos reservados.

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